Rubén Darío y su iniciación masónica en Managua
JORGE EDUARDO ARELLANO (Academia Nicaragüense de la Lengua)
Aunque el tema ha sido abordado suficientemente por los españoles Manuel Mantero y Alberto Acereda, así como por el colombiano Ramiro Lagos, críticos familiarizados con el devenir de la impronta masónica en Rubén Darío, este artículo ahonda en el particular.
No discutiré si Rubén Darío fue o no masón. Nuestro Rubén tuvo muchos amigos masones, especialmente en Hispanoamérica; y que la masonería incidió en su vida y obra a través de tópicos y símbolos. Pero el poeta mantuvo su independencia interior.
Si se afirma —como sostiene Mantero—, que Rubén podría ser al mismo tiempo católico y masón, es lícito añadir que también fue pagano y cristiano, platónico y panteísta, órfico y escéptico, atormentado e infantil, inteligente e ingenuo, memorioso y olvidadizo, americano y europeo, español y francés. Pero lo cierto es que si Rubén fue altísimo, no lo fue por masón ni por católico —ni por ninguna de las dimensiones o vivencias señaladas— sino por su creación totalizadora, es decir, por “torre de Dios”. Léase: Poeta.
En La vida de Rubén Darío contada por él mismo (1915, cap. X), su autor —refiriéndose a su adolescencia en León, cuando tenía trece años y era redactor del periódico La Verdad—, consigna: “Cayó en mis manos un libro de masonería y me dio por ser masón, y llegaron a serme familiares Hiram, el Templo, los Caballeros Kadosh, el mandil, la escuadra, el compás, las baterías y toda la endiablada y simbólica liturgia de esos terribles ingenuos”. No podía ser masón oficialmente por su edad, pero la cultura en León —donde Máximo Jerez había fundado una Logia en los años cuarenta del siglo XIX—, gravitaba sobre él. No se olvide que entonces vivía su breve periodo anticlerical, mejor dicho, de enfant terrible.
El ilustrado y políglota polaco José Leonard y Bertholet —a quien llama “mi profesor” en su autobiografía— acrecentó el entusiasmo masónico de Rubén. Así lo reconoce Edelberto Torres: “Su discípulo lee mucho y con interés la atingencia que tiene el ritual masónico en el mundo oculto, y porque los grandes liberales de la época pertenecen a la secreta fraternidad. Como todo lo misterioso, el secreto masónico tuvo para él un atractivo insinuante”. Se refiere el biógrafo a 1881 y 1882, año en que Leonard fundó dos logias: una en Managua y otra en Granada. (A la muerte del educador polaco, el poeta escribiría: “Más que krausista, Leonard era un hegeliano. Su libre pensamiento tenía esos visos. Creía en el progreso, en el inacabable perfeccionamiento humano. A todos sus discípulos les comunicaba su fe y su fuego”).
En 1883, durante su primera estada en El Salvador, Rubén tuvo a otro masón de amigo: el doctor Rafael Reyes, director del centro donde enseñaba gramática. Pues bien, en 1889 recurrió a “la buena voluntad masónica” de Reyes para que interviniera ante el improvisado presidente que diera un golpe de Estado para poder salir hacia Guatemala desde San Salvador, o sea, durante su segunda estada salvadoreña.
En su autobiografía, sin embargo, Darío omite su ingreso formal a la masonería, ocurrida la noche del viernes 24 de enero de 1908 en Managua. Un documento poco conocido es la fuente de este hecho. Su autor: el español establecido en Nicaragua, Dionisio Martínez Sanz (1891-1970), hacendado e industrial (tuvo una fábrica: “La Nutritiva”) y, sobre todo, explorador de los volcanes de Nicaragua. Tres publicaciones dejó: Ríos de oro, torrentes de lava (Managua, Tipografía Heuberger, 1951), Montañas que arden (León, Editorial Hospicio, 1963), ambas crónicas; y Setenta años por Nicaragua (Managua, Editorial Unión, 1970).
He aquí dicho documento que prueba el ingreso aludido, no sin antes informar que si bien Leonard había sido su mentor para iniciarse en la masonería, a Manuel Maldonado le correspondió apadrinarlo. Así fue presentada su solicitud con la firma de los tres principales miembros de la Logia Progreso Nº 1 del Oriente de Managua. De acuerdo con los trámites de la votación de la Logia, Darío logró por unanimidad el ingreso con bolas blancas. No hubo, pues, ninguna bola negra que reprobara su conducta anterior de hombre bohemio, devoto del whisky y del champán, y también —como dice Lagos— “de los dorados faisanes femeninos”. Sólo se tuvo en cuenta la trascendencia del poeta ecuménico, o más precisamente, del mundo hispánico.
Martínez Sanz, uno de los dignatarios de la Logia y encargado del ceremonial, registra en su curiosa crónica: “Después de seguir una larga información y pasar por todos los trámites de rigor, con algunas discusiones en pro o inconveniencia de la admisión, sometidas a la balanza, naturalmente que Rubén Darío salió triunfante. Pesaban mucho más sus cualidades de genio y grandeza de espíritu, que sus debilidades humanas. Efectuados los balotajes en diferentes sesiones, siempre salió favorecido con sólo bolas blancas, cosa indispensable para ser admitido en la masonería; pues en esa institución no puede entrar quien las obtenga negras, aunque sea una sola. La noche del 24 de enero de 1908, día fijado para la ceremonia de iniciación, fue de gran pompa para la masonería nicaragüense; se puede asegurar que en las Logias de Nicaragua nunca se han juntado tantas personalidades como en esa noche. A la iniciación de Darío concurrieron personalidades de todo Centroamérica. De Guatemala, el eminente sabio y político don Juan Ponciano y el candidato a la presidencia de es República, general don José León Castillo; de El Salvador, el doctor Fernando Cornejo; de Honduras, el ex presidente doctor Policarpo Bonilla, y el general Guadalupe Reyes y los doctores Ricardo Alduvín y Paulino Balladares; de Costa Rica, los profesores don Virgilio Salazar y don Juan Bautista Jiménez”.
Martínez Sanz prosigue: “De Nicaragua, el fogoso periodista, apasionado historiador y gran político, don José Dolores Gámez (que era el representante del Supremo Consejo Centroamericano de la masonería en el país), y los doctores Rodolfo Espinosa R., Juan Francisco Gutiérrez, Manuel Maldonado, Rafael Zenón Rivera, Manuel Reyes Mayorga, Emilio Espinosa [padre de Rodolfo], Francisco López Bravo, etc., y la mayor parte de los miembros de las diferentes Logias de los departamentos de la república. Hubo también masones de diferentes nacionalidades: don Enrique Dreyfus y don Fernando Levy; don Ángel Caligaris y don Napoleón Re, italianos; don Ricardo Susmann y don Francisco Brockmann, alemanes; don Carlos Harding y Carlos Overand, ingleses; y don Nicolás Delaney, norteamericano”.
Significativamente —añade Martínez Sanz— “aquel sabio Leonard, bien conocido en Centroamérica y que en España fue íntimo de los primeros republicanos españoles Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón, Alonso y Emilio Castelar, estando en Nicaragua, enfermo, tullido y cercano a la muerte, se hizo transportar a la Logia en una silla de manos; quiso presenciar la iniciación de Rubén Darío en la masonería”. España también estuvo representada. Llegaron los que llaman “los dos Chentes” (el doctor Vicente Piñera Rubin y don Vicente Rodríguez), y “los tres Pepes” (los profesores don José Gómez, don José Robles y don José Blen), aparte del cronista Martínez Sanz, quien representaba a la gran Logia de Madrid.
La Logia Progreso Nº 1, fundada por Rafael Reyes en 1898, se había instalado en Managua el 14 de diciembre de 1899. A ella siguieron más logias en León, Rivas y Matagalpa. El 14 de diciembre de 1906 se decidió constituir una Gran Logia con los representantes de la Logia Progreso (Managua), Estrella Meridional (Rivas) y Luz (León). Esta Gran Logia fue creada oficialmente el 23 de noviembre de 1907, con el doctor Rodolfo Espinosa R. como Gran Maestro. En esa fecha había arribado Rubén a Corinto y cuatro días después se hallaba en Managua. La crónica de Martínez Sanz es más extensa e interesante. Pero bastan los anteriores párrafos para demostrar la iniciación masónica de nuestro bardo, negada por varios autores.
En cuanto a Manuel Maldonado, notable orador, Darío le escribió un soneto cuyo primer cuarteto decía: “Manuel: el resplandor de tu palabra / ha iluminado la montaña oscura, / en donde, hace ya tiempo, mi figura / vaga entre el cisne, el sátiro y la cabra”. Pero el último sustantivo (cabra), revelando su ignorancia, Maldonado lo consideró un ripio. Rubén tuvo que aclararle, sonriendo:
—No, Manuel. Ustedes sólo observan las distintas acepciones que el diccionario da a los vocablos: no investigan su genealogía. Soy cisne porque el poeta es de estirpe divina y esta ave sirvió de vehículo a Júpiter en el Mito de Leda…; sátiro porque experimento las emociones, pasiones y sensaciones del ser humano; también soy cabra porque soy panida, y Pan va saltando tras las ninfas —las ilusiones— por “la montaña oscura”, sonando sus siete canas, con su cuerpo de hombre y sus patas de cabra.
Napoleón Re y las diabluras a Rubén en su iniciación masónica
La noche del viernes 24 de enero de 1908 Rubén Darío ingresó formalmente a la masonería. Uno de sus padrinos fue el médico, orador y poeta, Manuel Maldonado (1864-1945) y al solemne acto de iniciación asistieron respetabilísimos masones de once nacionalidades, residentes en la capital: 1 polaco, 1 español, 1 norteamericano, 2 ingleses, 2 alemanes, 2 italianos, 2 franceses, 2 costarricenses, 2 guatemaltecos, 4 hondureños y, al menos, una docena de nicaragüenses. Ellos habían sido convocados a la Logia Progreso nº 1 de Oriente de Managua.
Así lo refirió un testigo: el español Dionisio Martínez Sanz (1879-1971) en testimonio difundido en la Página de Opinión de El Nuevo Diario, correspondiente al sábado 23 de enero de este año. Pero, por razones de espacio, no lo reproduje completo: faltó el aspecto histriónico del ritual que ahora transcribo, tomado del libro de Martínez Sanz: Montañas que arden (León, Editorial Hospicio, 1963). Antes quisiera aportar los datos biográficos de una de las personalidades masónicas presentes en dicha iniciación: Napoleón Re (Milán, Italia, 1866- Managua, Nicaragua, 31 de marzo, 1931), es decir: una de las víctimas del primer terremoto capitalino del siglo XX.
Egresado de Ingeniero Arquitecto de la Escuela Superior de Ingeniería de su ciudad natal, vino a Nicaragua en 1892, radicándose en Managua; dos años después se unió en matrimonio a Rosaura Fonseca, con quien procreó dos hijos: Humberto y Margarita Re Fonseca. El 24 de diciembre de 1926 fallecía su esposa y en 1930 contrajo segundas nupcias con Ofelia Correa. El niño Mario Re Correa nació de este matrimonio.
Su carrera masónica la hizo Re en la Logia Progreso Nº 1, ingresando a ella el 4 de mayo de 1900. Recibió los grados de Compañero y de Maestro, respectivamente, el 4 de septiembre y el 18 de diciembre del mismo año. Y el 26 de agosto de 1903 le fue otorgado el grado 18. Como profesional, construyó el Campo de Marte, la fortaleza de Tiscapa, el primer templo masónico, la Casa Bárcenas y su chalet “La Palacina”, los tres últimos destruidos por el terremoto de 1931.
Pasando a la parte complementaria del testimonio de Martínez Sanz, dice: “He referido el aspecto serio de la iniciación en la masonería del grande hombre. ¿Por qué no contar algo de los sustos que le hicimos pasar al mínimo Rubén? El local que ocupaba la Logia Progreso, en la época a que me estoy refiriendo, era la casa que fue de don Fabio Carnevallini, frente al ahora Palacio de Comunicaciones. El patio era grandísimo, con árboles frutales, matas de plátano, y hasta había restos de materiales para edificar. Con todo esto, nos dábamos gusto los traviesos y armábamos una serie de obstáculos para someter a los profanos a una serie de pruebas, al parecer tan ridículas, pero tan necesarias a la parte simbólica y filosófica de la masonería.
Para la iniciación de Darío, por tratarse de personalidad tan respetable, hicimos las menos diabluras posibles. Pero sí, armamos un cerrito que, por un lado, tenía escalones de piedras labradas, y por el otro, piedras irregulares rodadizas. Ayudado por los expertos, subió Rubén, con los ojos vendados, el lado de los escalones; y al descender por la parte opuesta, las piedras se corrieron, se rodaron, el cuerpo que parecía que iba a dar a un abismo. Una voz dijo: ‘Dejadle que se despeñe; que se acabe de una vez este pecador’; pero otra rectificó inmediatamente: ‘Detenedle; todavía se puede salvar’.
Claro. Todo estaba bien dispuesto, y no pasó a más que recibir un gran susto el nervioso novato postulante. Una vez Rubén, dentro de la Logia, concluida la ceremonia y pronunciados los discursos de salutación al neófito, se le instó a que hiciera uso de la palabra para que manifestara sus impresiones, y si tenía algo que objetar a cuanto había visto y oído en esa noche. Darío se puso de pie y con voz pausada dijo: ‘Señores: ahora que he visto la luz, y que me veo rodeado de caballeros, manifiesto a ustedes que lo que más me ha impresionado esta noche han sido unas palabras que, al casi rodar mi cuerpo por unas piedras, alguien dijo: ‘Dejadle que se despeñe; que se acabe de una vez este pecador”, y otras que, a continuación, en diferente tono, se oyeron: ‘Detenedle; todavía se puede salvar’. Yo señores, no olvidaré estas últimas palabras, y haré por mantener en alto mi espíritu. Agradezco el abrazo que cada uno de ustedes me ha dado, y esta noche siempre estará en mi memoria’.
No dudo que, en la memoria de Rubén Darío, estuvieran de por vida las impresiones que recibió aquella noche del 24 de enero del año octavo de este siglo, pues en la mía —a través de los tantos que han transcurrido— están vivos como si hubiera sucedido ayer. Veo a Rubén, en el Cuarto de Reflexiones, que al quitarle la venda de sus ojos, se encontró con sus dos acompañantes —uno de ellos el suscrito— enfundados en negros capuchones, con negro antifaz, en una habitación terrorífica con paredes y techo completamente negros, con resaltantes inscripciones en blanco, de tan reales y tremendas significaciones, con la figura de la parca Atropos de guadaña al hombro; un duro taburete, una escueta mesita, una pluma y un tintero; una calavera y un reloj de arena; símbolos todos de la incontenible marcha de la vida hacia la muerte… se puso a temblar.
Hubo un momento en que pareció que Rubén, quería salir de tan tétrico recinto. Sin embargo se sobrepuso y tendió su mirada a las diferentes leyendas. Le insinuamos que tomara asiento; lo hizo, y se calmó. Pero pronto le llegó otro momento de apuros, y fue al presentarle el formulario para que contestara a las preguntas que en él se hacen a los profanos, y que entre los iniciados se llama ‘Testamento masónico’. Rubén Darío, aquel cerebro que produjo cosas tan sabias y bellas, no sabía cómo principiar. Lo dejamos completamente solo en aquel Cuarto de Reflexiones. Cuando al rato volvimos, no había dado una plumada, y manifestó no saber qué decir. Le dijimos que podía hacerlo en forma lacónica y sencilla y, tomándose para ello buen rato, en forma lacónica y sencilla lo hizo. Y lo firmó.
A mediados de 1908, Darío, se fue otra vez para Europa. El general José Santos de Zelaya, le nombró Ministro residente ante el Rey de España. Con este motivo, la colonia española en Nicaragua, le dio una recepción que se llevó a cabo en el establecimiento “La Sirena”, del gran amigo de Rubén Darío, Monsieur Luis Layrac. En esa tarde tuve ocasión de hablar a solas con Darío, le diera algunas lecciones de cómo habría de presentarse en las Logias de España.
Cuando en diciembre de 1915, Rubén retornó a su patria, ya venía muy enfermo. Fui a visitarle. Pero, teniendo en cuenta su delicado estado de salud, no era oportuno tratar de averiguar sus actividades en la masonería europea y los escalones que en ella subió. Nos concretamos a hablar algo de la Madre Patria, y Darío, aún con su parquedad, me habló de los grandes días pasados en ella pasados. De su cariño para el que consideraba su padre espiritual don Juan Valera. De sus largos veladas en los suntuosos salones de doña Emilia Pardo Bazán. De sus íntimos afectos para una española de apellido Sánchez, y del entrañable amor para un hijo, que en brazos de esa había dejado en España. Nos estrechamos las manos. Fue el último apretón que nos dimos. A los pocos días se trasladó para León, la Metrópoli.
Cuando murió Rubén, fui a León. Los funerales fueron una apoteosis. En la gradería, frente a la puerta de la Catedral, cerca de la tribuna en que habría de pronunciar la oración fúnebre el doctor Santiago Argüello, al bajar a tierra los restos de Darío, tomé lugar con tiempo. Quise oír bien; en aquel tiempo no había magnavoces. Debido al largo recorrido por las calles de la Ciudad Universitaria, cuando el féretro con los restos del aeda llegó frente a la Basílica, era completamente de noche; pero como el número de antorchas de rajas de pino que portaba la multitud eran tantas, todo resultaba visible como en el más claro día. Dio principio el orador, y recuerdo que, desde sus primeras palabras, salió en un tono altísimo. Yo creí que no pudiera resistir su garganta semejante esfuerzo. Sin embargo, en el mismo altísimo tono siguió y terminó el extenso y magistral discurso, propio de la rica y bien cultivada mentalidad de Santiago Argüello, y digno para quien iba dirigido: al espíritu de Rubén Darío, el más preclaro hijo de Nicaragua.”
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