Una Logia al descubierto
La Indivisible 51 de Valladolid, la única logia masónica en Castilla y León, abre sus puertas
Podría parecer sacado de otra época, pero no. La mayoría de los viandantes que pasan a diario por delante de un local con cortinillas y una persiana metálica en la puerta, ubicado en uno de los barrios obreros más humildes de Valladolid, difícilmente podría intuir que está delante de una verdadera logia masónica en activo, la Indivisible nº 51, la única existente en Castilla y León de las adscritas a la Gran Logia Simbólica Española, y en la que, lejos de conspiraciones, secretos templarios o trucos de magia, se «enseña a pensar» y a llegar, en la medida de lo humanamente posible, «al conocimiento del universo y del mundo a través del propio autoconocimiento», tal y como sostiene su actual presidente, Óscar Rivero.
El Venerable Maestro de la respetable logia Indivisible nº 51 -para los masones, la correcta terminología es tan importante como el escrupuloso seguimiento de su ritual- explica con sencillez y sin afectación que las logias son «un foro para hablar de determinada manera con personas lo suficientemente tolerantes como para escuchar sin criticar, argumentando sus opiniones».
«Sabemos dudar de todo, empezando por nuestro propio pensamiento. Aquí no hay exaltados», añade el presidente de la logia vallisoletana, vestido de paisano, sin el traje, la corbata ni el habitual mandil que llevan hombres y mujeres en las «tenidas», término con el que definen las reuniones que mantienen en la sala principal de su taller, llena de símbolos que la mayoría de ellos interpretan a la perfección y que para muchos profanos tampoco son desconocidos ni ajenos del todo.
De hecho, si alguien se detuviera a observar por entre las lamas de esa persianilla metálica que les separa de la calle podría reconocer las herramientas básicas del albañil, «maçon» en francés, desde la Edad Media: el martillo y el cincel, el compás, la escuadra o el nivel... No en vano, los constructores de las catedrales más importantes de la cristiandad fueron también los creadores de la masonería original, la denominada como operativa, cuyos miembros adquirían más y más conocimientos sobre su profesión según ascendían de nivel: de aprendiz a compañero y, finalmente, a maestro, los tres grados que se mantienen, tal cual, en la actualidad.
El final de la era de los grandes constructores de catedrales marcó un cambio sustancial para la masonería, que se transformó en especulativa, es decir, pasó a aplicar los viejos conocimientos a la búsqueda de una construcción más abstracta, la del templo del conocimiento. Eso sí, los viejos ritos se mantuvieron sin muchas modificaciones para no alterar su significado y para honrar «la tradición» y a los masones primigenios. «Nuestros rituales han sufrido pocas modificaciones a lo largo de los siglos. Sólo ha cambiado lo que tiene que ver con la forma de hacer entender el lenguaje. Lo sustancial permanece desde 1717», cuando la masonería especulativa nació en tierras británicas, apunta Óscar Rivero, quien se gana la vida como «aprendiz de empresario», tras tener que abandonar forzosamente el puesto de directivo que ocupaba en una empresa.
Unos cuantos conceptos
El ritual y los símbolos son dos de las cosas que deben manejar con soltura los aprendices. Así, el ojo que todo lo ve simboliza al «gran arquitecto del universo», la «idea de lo suprahumano» para los masones, quienes aceptan cualquier credo religioso, siempre que no sea «extremista», o ninguno. El ojo se enmarca en un triángulo, cuyos lados representan «la libertad, la igualdad y la fraternidad», los mismos principios que inspiraron la Revolución francesa o a los padres de la patria de Estados Unidos -todos masones- para separarse de Gran Bretaña y redactar una constitución encabezada por las palabras «Nosotros, el pueblo».
En el taller, el «lugar» donde se reúnen físicamente los masones -frente a la logia, un concepto más humano o espiritual, referido al encuentro de los masones como tal y no al escenario donde éste se desarrolla-, también están presentes las constelaciones y los signos del zodiaco como recreación «del universo»; la espada, emblema de «la caballería»; la granada, cuyas «semillas tienen una capacidad generadora» y encarnan «la unión entre masones»; el «menorah» o candelabro judío de siete brazos, que es «la luz»; la Biblia cristiana, «la tradición»; o una piedra sin tallar y otra tallada, el proceso de la adquisición de conocimientos, de la construcción del individuo.
Los aspirantes también deben reconocer, en el centro del salón de reuniones, las tres columnas, alegoría de «la sabiduría, la fuerza y la belleza», virtudes que «las obras más completas» deben atesorar, precisa Óscar Rivero. De ahí que los masones se refieran a la fundación y desaparición de la logia de una determinada población como a «levantar» o «abatir columnas.
Todos estos símbolos, y muchos más cuya profunda explicación llenaría varios reportajes, son básicos en el ritual que los hermanos ofician hasta en su letra más pequeña en las tenidas y que pasa por respetar el turno de palabra o por moverse siempre de una determinada manera, la de las agujas del reloj, sobre un suelo de azulejos blancos y negros en damero. El objetivo, alejado de la parafernalia «mística» de películas de Hollywood como «La búsqueda» (Jon Turteltaub, 2004) o de novelas superventas como «El símbolo perdido» (Dan Brown, 2009), es que «todo esté mecanizado, salvo la mente y el pensamiento», es decir, que a fuerza de repetir los mismos gestos, la persona se libere de lo que le rodea y se centre únicamente en sus ideas y en las de los demás.
El poder del silencio
Para llegar a este grado de concentración, lo primero que debe aprender el aprendiz es «a guardar silencio» en las reuniones, un «silencio activo», dirigido a escuchar al resto de hermanos y a «estar atento a lo que sucede», sin verse interrumpido por la necesidad de contestar, de «elaborar respuestas» mientras se escucha, como en una conversación normal, lo cual resta «capacidad de atención», puntualiza Óscar Rivero, convencido de que «todo lo que se habla entre las cuatro paredes» de una logia «tiene un sentido distinto», matizado por los símbolos y el ritual. Por ello, añade, «nunca se podría hacer masonería en un bar».
En contra de la creencia popular, para ingresar en la masonería no hay que conocer la ubicación exacta de la silla del rey Salomón ni del fabuloso tesoro de los templarios, ni tampoco beber sangre dentro de un pentáculo. Basta con «solicitarlo» y mantener una serie de «entrevistas» con los miembros de la logia. En ellas, se le explicará al aspirante, entre otras cosas, lo férreo del ritual, lo cual echa para atrás a muchos, y se detectará si es «un extremista o un radical», caso en el que no tendrá sitio allí, o si por el contrario es «una persona con mayúsculas, libre y de buenas costumbres».
En cuanto al perfil, el Venerable Maestro de la Indivisible nº 51 afirma que no hay ninguno. «No nos fijamos en las capacidades intelectuales ni en la posición social o económica. Somos absolutamente variopintos y admitimos todo tipo de criterios y de formas de pensar, siempre desde el punto de vista de la virtud» y con «los fanatismos» como «restricción», ya que la masonería es, en esencia, «adogmática». «No puede haber una verdad absoluta. Ni nos ha sido ni nos va a ser revelada. En eso nos diferenciamos de una secta, y en que no tenemos ningún gurú», recalca, vehemente, Rivero, preocupado por desterrar todos los sambenitos con los que «el franquismo» cargó a la masonería y, a la vez, «aburrido» de hacerlo por tener que «recurrir siempre» al pasado reciente de España para ilustrar lo «mal vista» que sigue estando su institución a este lado de los Pirineos.
«Pero es cierto. En otros países, como Francia, Gran Bretaña o EEUU, poner en el currículum que eres masón es un plus. Aquí, no», se lamenta, para luego esgrimir en favor de sus hermanos que en la masonería «se crece porque se conocen distintas opiniones». «La pluralidad de pensamiento enriquece. Si todos pensáramos lo mismo, esto no sería una logia sino una peña de fútbol».
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